Es una sensación extraña, como de vacío. Cuanto terminas un juego como The Legend of Zelda: Breath of the Wild permaneces un par de días como desorientado. No es la primera vez que me ocurre, ya había experimentado esta especie de trance con otros juegos cuya experiencia trasciende más allá del mero hecho de pasar un momento entretenido, sujetando un mando para desconectar después de un largo día. Una especie de «resaca» donde confluyen emociones tan dispares como la euforia, la melancolía o el descontento provocado por el hueco que deja un videojuego de tales proporciones.
Existen muchas clases de juegos pero solamente algunos consiguen traspasar esa línea invisible que conecta directamente con nuestro yo profundo. Cuando este ocurre, sentimos como se rompe esa barrera recóndita de nuestro ser interior, una explosión de emociones que manifiesta que ese juego nos ha calado de verdad. Más allá del entretenimiento y la diversión que pueden ofrecer, este es el verdadero triunfo del videojuego como medio, lograr alcanzar ese efecto descerrajador sobre nosotros.
Esta sensación de la que hablo también la experimenté por ejemplo al terminar Red Dead Redemption, otro de esos títulos que te marcan si eres de esas personas que sabes que los videojuegos pueden ser una vía perfecta para sumergirnos en un universo único y contarnos grandes historias más allá del papel de un simple observador. Esto, por supuesto, NO pretende ser ni de lejos el comienzo de una chabacana comparativa, ni con el título de Rockstar ni con ningún otro, sencillamente alabo la virtud principal de estos juegos tan especiales. El diseño y el cuidado con el que se da vida a esos universos tiene después un potente efecto inmersivo para el que los juega. El estilo o la forma con la que se lleva a cabo a veces marca la diferencia sobremanera dentro de un género y en ocasiones sobre el resto, llegando a sacudir incluso a toda la industria del videojuego.
Durante más de un mes he convivido con Breath of the Wild sin echar de menos ni querer jugar a otra cosa. En el transcurrir de ese tiempo he sido testigo de increíbles sucesos y protagonizado múltiples aventuras al margen de la historia principal y que resultarán difícil de olvidar, como aquel día en el que derroté a tres hermanos gigantes, o aquella fría mañana en la que liberé a un dragón de la maldad que lo envolvía, incluso pasé un tiempo como náufrago en una isla remota para poder descubrir un santuario oculto.
Cada día realizaba una incursión sobre Hyrule y en muchas ocasiones me planteaba previamente un objetivo para esa partida; descubrir una región aún por explorar, encontrar nuevos santuarios, recolectar recursos, probar una nueva estrategia de combate o asestar el golpe definitivo a uno de los cuatro espíritus malignos, aquellos que controlaban a las cuatro bestias divinas. Incluso planeando mi ruta y calculando los pasos a seguir, el juego siempre conseguía sorprenderme, continuamente, y eso es algo que me ha encantado. Voy a echar de menos esa sensación y sé que va a pasar tiempo hasta que otro juego me haga sentir algo parecido.
El final de una aventura puede gustar más o menos, puede ser mejor o peor, incluso esos enemigos principales que marcan el fin de una etapa y que nos acercan al desenlace final, incluyendo ese último encontronazo, pueden no estar a la altura de los momentos o las sensaciones vividas durante toda la partida, incluso a lo largo de toda la serie. Cuando piensas en esta saga es normal que automáticamente vengan a tu cabeza las figuras de Ganon, la princesa Zelda, las mazmorras… elementos casi sagrados. Sin embargo a mi lo que siempre me ha marcado en The Legend of Zelda ha sido el camino de aprendizaje a recorrer hasta llegar a esas figuras o momentos clave, las situaciones a las que tengo que hacer frente para poder hacerme más fuerte, los personajes increíbles que vas conociendo, la exploración, la sorpresa… y por supuesto la magia y la naturaleza que inunda cada uno de los rincones de sus escenarios, desde la pradera más vasta hasta la aldea más diminuta del juego. Dicen que lo que de verdad importa es gozar del viaje, disfrutar de los momentos que te dejan sin aliento y recordar cómo has llegado hasta la cima. The Legend of Zelda: Breath of the Wild sabe mucho de todo esto.
Entiendo perfectamente de lo que hablas. Son pocos los juegos que consiguen algo así. La última vez que me pasó algo similar fue con The Last Guardian. Sudé sangre para sacarme el platino (el trofeo de las pistas fue un auténtico infierno, que solo mediante un post en el que comentábamos 50 jugadores de todo el mundo pudimos, entre todos, sacar), pero en el fondo sabía que cuando lo sacara y aparcase el juego iba a quedarme una sensación interior de vacío difícil de llenar. Y así fue. A día de hoy sigue sin llenarse ese hueco. Tal vez hasta lo próximo de Kojima, del mismo Ueda, o hasta que juegue este Breath of the Wild.
The Witcher 3, Final Fantasy VII, Zelda BOTW, Fantasy Life, Ni no kuni… por poner unos ejemplos. Tantas veces que me ha pasado… y espero que me pase muchas más.