Salgo de mi casa con la bici como cada día y pedaleo con toda la fuerza que son capaces de generar mis jóvenes piernas. Cruzo velozmente por la avenida principal de la urbanización, la típica agrupación de viviendas en la costa del Mediterráneo, adosadas y de color blanco, cercanas a la playa y próxima a las huertas del interior. La zona donde cada verano paso recluido dos merecidas semanas junto a mis padres, mis hermanos y mi afición por las máquinas recreativas. Callejeo un poco y al final enfilo por una de las calles que desembocan en el único y estrecho callejón que conduce al parque de la urbanización, un pequeño espacio abierto con canchas de baloncesto oxidadas y columpios con arena de playa cubriendo el suelo alrededor. Es el lugar de encuentro y entretenimiento para todos los chavales y golfos de la urbanización; mayores y pequeños. Con un poco de suerte, tal vez pueda encontrar al chico que ando buscando.
Por fin llego e inmediatamente compruebo con amargura que el parque está desierto a esa hora tan temprana de la mañana. No hay un alma, solamente el lejano sonido de la música máquina procedente de algún coche que pasa cerca. El chaval que busco es un poco mayor que yo, no es mi amigo, tampoco sé como se llama y para colmo de males no hablamos el mismo idioma, parece inglés, y si me encuentro con él posiblemente no consigamos entendernos demasiado, o tal vez sí. Sin embargo, nada de esto consigue disuadirme y además poseo una ventaja: sé donde vive este joven desconocido, un veraneante más con su familia, otro chaval que deambula en solitario por las calles con su flamante bici de montaña con cambios y una mochila en cuyo interior transporta un preciado tesoro.
En ocasiones, he podido observarlo dando vueltas por las calles sin rumbo fijo, como yo. De pronto se detiene, baja de la bicicleta, abre su mochila y saca una maravillosa Game Boy con varios cartuchos y se pone a jugar durante un tiempo indefinido sentado en cualquier acera. Después, termina y apaga la máquina, vuelve a guardar esa maravilla portátil y desaparece al final de la calle.
La Game Boy de Nintendo me tiene completamente obsesionado y resulta inalcanzable para mi. Todos los intentos por conseguir convencer a mis padres para que me la compren han fracasado estrepitosamente, incluso aunándome con mis hermanos no ha sido posible. A veces me resulta increíble que ese pequeño artilugio de color gris pueda acumular tanto entretenimiento y diversión gracias a todas esas aventuras atesoradas como por arte de magia en el interior de sus adorables cartuchos. Tetris, Super Mario Land, Castlevania: The Adventure, Kirby’s Dream Land…
Recordando cada una de las partidas que he podido jugar, gracias a mi primo, que también tiene una, en el patio del colegio durante el recreo con algún compañero… vuelvo a montar en mi vieja BMX y me dispongo a recorrer la ruta que hay desde el parque hasta la casa del chico. Tal vez tenga suerte y nos encontremos durante el camino.
Que gratos recuerdos de la Game Boy,de cuando éramos peques y nos sorprendía como podía caber tanta diversión en un aparato tan pequeño verdad, yo tengo una y todavía me echo mis partiditas.Nunca pasara de moda.un saludo Rubio
buenos recuerdos